lunes, 26 de julio de 2010

Un pueblo que piensa es un pueblo peligroso.

Llevo 7 entradas en este blog y ya estoy traicionando mi declaración de intenciones de apertura. En mi mente sigue el cuestionamiento y la autocensura, sigo con esta puta mirada práctica que no me deja vivir tranquilo y hace que me olvide de mí mismo, de mis ideas, mis sueños y mi esencia.

Después de un casi un año de amargamiento y sequedad interior el sábado pasado pasé una agradable y tranquila noche en la azotea de mi edificio, mirando el cielo destrellado de la ciudad, bebiendo y hablando del mundo, de dios, de la educación y la sociedad. Algo de lo que no disfrutaba desde hacía muuucho tiempo.

Cuando era pequeño no paraba de hablar. Hablaba hablaba y hablaba y a veces me olvidaba de respirar. Lo comentaba todo, cualquier detalle por pequeño que fuese era digno de ser expresado verbalmente. Le daba importancia a las cosas más insignificantes y asi la vida era mucho más interesante. Al hablar era apasionado en mi discurso y me entusiasmaba cuando alguien me daba el regalo de la discusión porque ponía en marcha mi cerebro y me permitía desarrollar mis ideas, comenzar procesos mentales de razocinio que me constitúan como persona y me elaboraban una opinión firme. Me encantaba hablar, me encantaba discutir y aunque me alteraba, gritaba y saltaba de mi silla de indignación disfrutaba como con nada en este mundo de una buena discusión política porque por una parte me permitía conocer los argumentos y procesos metales de las personas que tenía delante y hacía que me sintiese vivo e inteligente ,y por otro lado me imaginaba en un café del París del 68 intentando arreglar el mundo cuando los jóvenes todavía tenían inquitudes y no se habían dejado lobotomizar por el sistema.

Me encantaba hablar y discutir (en el buen sentido de la palabra) y siempre encontraba a alguien a quien también le encantaba hablar y discutir y los dos nos ensalzábamos en una maraña de palabras, ideas y utopías y yo me emocionaba y mi mente trabajaba y algo dentro de mí se removía y la esperanza se mantenía y yo me sentía vivo.

Pero siempre saltaba una voz, la voz de la imbecilidad, la voz de la resignación y la apatía, la voz que sirve de instrumento al sitema cuya misión es interrumpir cualquier debate mínimamente interesante y mínimamente serio y evitar que haya dos mentes pensantes juntas produciendo ideas y expresándolas abiertamente. Siempre surgía esa molesta voz que nos mandaba callar, que nos pedía frivolidad y temas vanales y aunque estuviese rodeado de voces estúpidas como ella y nosotros no la obligábamos a entrar en la conversación, con lo que ella podía abrir otro tema con cualquier otra, parecía que le molestara especialmente el nuestro.

Al final acabé siendo "el pesado", la persona de la que hay que prevenir a la gente porque "cuando empieza a hablar no para". Y me cansé. Me cansé de escuchar la voz de los imbéciles pidiéndome que les dejase seguir siendo imbéciles y permití que mi cabeza comenzase el proceso de inactividad común a nuestra era que ya nisiquiera los políticos se molestan en promover porque su ejército de ciudadanos lobotomizados por la sociedad de masas, esa sociedad de borregos, se encarga se guardar.

Dejé de hablar de política, al menos abiertamente, pero me negué ser uno más y dejar abierta mi cabeza frente al televisor para que las ondas dejasen mi cerebro como un queso gruyère. Dejé de hablar de política y comencé a hablar de mi segundo tema serio de conversación favorito: Yo mismo.

Al abrir este tema de conversación abrí también la puerta de mi subconsciente, una laguna negra y densa, llena de niebla donde cualquiera que es tan estúpidamente valiente de entrar acaba ahogado en una especie de chapapote emocional que lo invade todo.

Cuando el número de pérdidas dentro de mi chapapote fue considerablemente doloroso tuve que decidir dejar de hablar de mí mismo y cerrar esa puerta y como seguía sin estar dispuesto a dejarme llevar por la frivolidad comencé a escuchar. Decidí, ya que no me dejan hablar de lo que realmente me interesa, poner en práctica dos máximas aprendidas de mi padre (y con ellas un estudio social de la tipología humana):

1. Si no tienes nada interesante que decir, no digas nada.
(careciendo de temas interesantes, los comentarios interesantes son más que inexistentes)

2. Si quieres hacer hablar a una persona simplemente quédate callado (y que la gente se deje llevar por el miedo al silencio).


Después del sábado miro con nostalgia aquellos días en los que las conversaciones interminables sentados en el banco de mi barrio con una bolsa de pipas eran mi pequeño placer del día, y espero con una ilusión ingenua que alguien consiga sacar de nuevo al niño charlatán y sin amigos que hay en mi interior que tuve que encerrar como medida de adaptación al medio.

Quizás todo esto tenga que ver con todo lo demás.

3 comentarios:

  1. Sigues hablando mucho y bien. Me gusta "discutir" contigo porque no pensamos igual y, aun así, nos respetamos. Recuerda que tenemos "diferentes círculos de eclecticismo".
    Siguiendo a mi padre: "Si la sociedad se sigue volviendo idiota, mis hijas llegarán más lejos". Es triste y egoísta, pero consuela un poquitín.

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  2. Yo veo a ese niño cada vez que hablo contigo, si bien es verdad que necesitamos más ratos de esos sin estreses, sin prisas, sin que llegue una hora en la que tengamos que despedirnos para atender otras cosas. Si hay más planes como el de tu azotea, la próxima vez me apunto a disfrutar como un gorrino envuelto en lodo :)

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  3. 1. No escribas posts tan largos.

    2. Odio discutir.

    3. Espero no ser una voz idiota, aunque a veces sea una voz racional :p

    4. Yo quiero más planes como el del sábado. :)

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